“El placer de lo bello deriva siempre del ver, del escuchar; se origina siempre en los sentidos (“estética”, de hecho, proviene del término griego aísthesis: sensación) y son las mismas sensaciones y sus asociaciones las que deleitan por sí mismas, provocando en nosotros un placer del que es difícil apartarse: se diría que se ha producido una suspensión de la voluntad, como si nos hallásemos ‘encantados por las sirenas’.
La experiencia de la belleza implica una actitud contemplativa, distinta de la actitud normal, práctica, hacia las cosas, con la que dejamos de pensar en su utilidad o propósito y nos concentramos solamente en lo que tenemos ante nosotros, aislándolo de todo lo demás (en el arte, esa es la función que cumplen los marcos, los pedestales o el escenario: aislar). El placer de la belleza es, por ello, libre y desinteresado, pues no es en sí el objeto lo que agrada, sino su imagen; es como si toda nuestra conciencia se llenase de la representación del objeto. Se trata, por lo demás, de un placer de toda la mente, ya que en él entran en juego los sentidos, sí, pero también la imaginación y el entendimiento. En la vida cotidiana nuestra mirada resbala por la superficie de las cosas, prestándoles sólo una consideración rutinaria, pero lo bello nos detiene, es aquello en lo que no hay más remedio que fijarse y que nos fuerza a demorarnos.
Por eso, el placer estético implica también una experiencia distinta del tiempo, pues en ella se paraliza el carácter calculador con que normalmente disponemos de él en la vida cotidiana y accedemos a lo que, en nuestra finitud, puede ser un atisbo de eternidad.”
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